domingo, 29 de septiembre de 2013

Superación.


No podemos reemplazar a nuestro cuerpo.
Debemos soportar su deterioro, cuando no, su fealdad opinable.
No conseguiremos evitar estas tragedias íntimas, o al menos, no lo haremos sin tener que caer en mutilaciones u otro tipo de agresión física, o química, que modifique nuestra apariencia exterior, muchas veces de modo irreparable y sin satisfacer las expectativas.
Si bien sobre esto se han hecho grandes avances, toda esta tecnología aún no ha podido tener incidencia en lo metabólico interno, a nivel celular.
En el mejor de los casos, si llevamos una vida saludable, complementada con medicamentos y ejercicio apropiados, evitaremos que nuestra lozanía se pierda de modo prematuro.
Cual ilusos, pensamos que podemos cambiar nuestra mente. Me pregunto cómo podríamos hacerlo, si nuestra personalidad está inserta en una zona de nuestra humanidad, el sistema nervioso, de la que se sabe tan poco.
A semejanza de llevar una vida con hábitos saludables, para preservar lo más posible a nuestro cuerpo, podríamos cultivar nuestra mente para mejorar nuestro rendimiento intelectual, para alcanzar el mayor nivel de aptitud y de actitud, aunque sepamos que en lo más profundo de sí, agazapada, nos aceche nuestra mente atávica de reptil.

domingo, 8 de septiembre de 2013

El ayudante

Gracias al renovado buen aspecto del local, logrado tras su pintado reciente, el Bar- Café “La Nueva Pontevedra” comenzó a gozar de un auge inédito: de atender siempre a los mismos pocos parroquianos, ahora se sientan a sus mesas nuevos grupos de clientes.
La inauguración de un complejo de oficinas municipales, localizado en las inmediaciones del local, dio origen a esta bonanza.
El inicial entusiasmo de Manolo, el dueño, se transformó en preocupación: notó que ya no daba abasto para atender a tanto cliente; además, terminaba cada jornada muerto de cansancio.
Este problema tiene una solución obvia: un ayudante. Al menos, así se lo hicieron ver sus paisanos, los gallegos de la Cámara de Comercio; es más, hasta le aconsejaron que empleara a una muchacha joven y le proveyese de un uniforme con falda diminuta, pues, con eso atraería a una mayor cantidad de hombres.
Y así lo hizo: contrató a una veinteañera y le dio la susodicha vestimenta de trabajo; solo que no se dio cuenta de que la chica era chueca. Mejor dicho, chuequísima.
El selecto grupo de parroquianos del negocio, que conforma la barra, notaron de inmediato tal detalle. La bautizaron Periquita, que es el nombre de aquella inocente niña de las historietas; aunque, en verdad, se refería a la denominación de las cotorras. Para peor, el uniforme era verde y amarillo, en honor al café brasilero que se servía en el local. No quedaba nada bien que le hiciesen gestos con el índice, como si le dijeran: “subite al palito”.
Fue una lástima, la chica era muy eficiente y comedida; pero, renunció a la semana y no se la vio más: ni siquiera devolvió el uniforme colorido.
Entonces, Manolo decidió que sería mejor contratar a un muchacho, para que lo ayudase en todo. Y apareció Mamerto Ganselli.
Este muchacho era toda buena voluntad para el trabajo; lástima que no era muy avispado.
Cuando servía los pedidos, el café de los pocillos venía derramado, o no coincidía con lo solicitado por el cliente. La vajilla del negocio comenzó a mermar en número, a pasos agigantados: bandejas enteras rodaron por el suelo. Ante cada estruendo, el gallego expresaba a viva voz su ¡Jesús!, e iba a las corridas a valorizar los daños…
Los últimos tostados mixtos le salieron carbonizados en una de sus caras, aquella superficie que daba para abajo al momento de servirlos. Por fortuna, Mamerto perdió la parrilla de la tostadora…
Los muchachos no fueron muy ocurrentes esta vez: le zamparon “Catrasca”, un apodo que le quedaba justo, como anillo al dedo.
Entre los desastres se cuenta el taponado de las cañerías de drenaje del agua, por el insólito vertido del café molido ya usado dentro de ellas; así como la inundación consecuente, que llegó hasta el salón, cual tsunami cafetero marrón.
Una característa clásica en Mamerto era su torpe manejo de la máquina expresso para hacer el café: salpicaba la leche al calentarla con el vapor a presión y –por si fuera poco- rompía todas las perillas de la cafetera.
Al final, toda esa pesadilla, acabó: un buen día, Catrasca le avisó al patrón que iba a dejar el empleo; puesto que había conseguido un puesto en un laboratorio médico…
Manolo, ya entregado, con la vista enfocada en la nada y un gesto de desconsuelo dibujado en su rostro, se derrumbó en una silla.
Y no le quedó otra alternativa: al otro día, comenzó a trabajar allí “La Patrona”, Ramona, su esposa.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Juan Soldao


Lo conseguí en una de esas librerías de viejo que pueblan el centro de Buenos Aires. El negocio estaba situado sobre la Avenida de Mayo, en un edificio antiguo. La librería ocupaba el espacio de una habitación a la calle y poseía una ventana alta, con banderola y celosías externas; el piso era de pinotea amachimbrada.
Lo atendían dos ancianos, que no desentonaban con la antigüedad de los libros mal acomodados y depositados por doquier. El libro que me interesaba debía estar en un sitio como el descripto. 
Y así fue: hallé Juan Soldao.
Conviene decir que a esta obra la había buscado, durante muchos años y por todas las librerías habidas en mi ciudad, sin suerte alguna.
Estimado lector, a esta altura se preguntará qué es lo que tiene de especial esta obra, no es un clásico, ni la obra cumbre de un autor interesante. Es más, ni siquiera se la recomiendo.
Solo puedo expresar que tiene una única e irrepetible particularidad: fue el primer libro que me compró mi padre.
Una nadería, ¿no?