Estuve
junto a él desde hace tantos años, que ni me acuerdo; con solo mencionar que transitaba por entonces su niñez, queda todo dicho.
Lo
primero que recuerdo de nuestra relación
es aquel partido a las bolitas que jugó, donde le ganó como una docena de ellas
a varios de sus amigos. Se puso tan contento, que sus manos temblaban de
alegría. Lo mismo le sucedió con los juegos a las figuritas, en aquella misma
tarde. No se quiso separar de mi compañía desde entonces. Y lo logró, no pude
oponerme. Además, su alegría infantil calmó mi desdicha.
Fue
en aquellas jornadas cuando comenzó a vanagloriarse de su fortuna, a presumir con
que le ganaría en esos juegos a cualquiera de los demás; los resultados le
dieron siempre la razón.
Como
era de esperar, con el paso del tiempo, creció; entonces, aquellas tardes
lluviosas de loterías familiares, o de juegos a la generala, o de barajas, como
la brisca o el chinchón, dieron paso a las noches interminables, con los dados
del pase inglés, mientras que los naipes dejaron de ser los españoles, para permitir
que el juego fuese el póker.
Sin
embargo, no nos faltaron las tardes soleadas juntos, como habían sido desde su
infancia, en tanto esto acontecía, los caballos devoraban metros en esa última
recta del hipódromo...
Cuando
su primo del campo lo invitó a visitarlo, en su pueblo en Santiago del Estero,
tuvo su primer contacto con la taba y las riñas de gallos. Quedó extasiado y
feliz. Tampoco se privó de asistir a las carreras cuadreras del domingo. Debo
confesar que, durante esos días, siempre me acariciaba.
Para
su desgracia, en esa oficina de mala muerte, donde hacía como que trabajaba,
demolía las horas sin más entusiasmo que organizar la polla de futbol semanal,
o la compra de los billetes para el Gordo de Navidad.
Benito,
el de la peluquería del barrio a donde iba a hacerse cortar el pelo (siempre
tan exuberante y fuerte, a diferencia del mío), le tomaba las apuestas para la
quiniela nacional; aquella misma que se sorteaba los viernes por la noche. Cuando
acertaba una redoblona, tenía lugar una verdadera fiesta.
Hasta
me llevó consigo al casino de Mar del Plata, ¡a jugar a la ruleta! Aquella
noche estaba tan contento con el resultado que incluso yo hubiera querido salir
a correr, a los saltos, como hizo él por la arena.
Con
el correr de los años, ya no fuimos los mismos de antes: se nos notaba el desgaste
debido al paso del tiempo; además, los resultados de las apuestas eran cada vez
peores. Eso lo deprimía, lo acercaba al bar, al exceso. Yo lo sé bien porque -al
menos al principio- me llevaba siempre con él.
En busca de la revancha imposible, jugaba los pocos dineros que tenía en los sorteos del fin de semana del Loto y del quini6, en la esperanza de acertar esa séxtuple segudilla de números; nunca logró superar los cuatro aciertos...
Se
comenzó a alejar de todos, incluso de mí, algo insospechado hasta ese momento;
estaba taciturno, melancólico, abatido...
La
culpa de todo fue de esa pasión desmedida por el azar, que hizo que cruzara la
calle a la carrera, en una porfía demencial contra el auto que venía. Su mano
derecha me asía.
El
chico que me encontró, sintió honda pena por mí. Me prometió que podré dormir al
cobijo de la madre tierra, como cuando era pequeño.