viernes, 30 de noviembre de 2012

Pasajeros

Movilizarse de un lado a otro de la ciudad siempre ha sido una necesidad imperiosa para cualquier habitante de ella y el transporte público automotor ha sido siempre el medio más popular para realizarlo.
Sobre él, cualquiera puede acumular a lo largo de los años una gran cantidad de horas de viaje; a punto tal que se convierten en una tediosa manera de pasar el tiempo.
Para combatir el aburrimiento, el pasajero pone atención al paisaje circundante, a través de las ventanillas del rodado que, para el caso de un colectivo urbano, se encuentra siempre limitado por la escasa perspectiva, ante el encajonado visual, producto de las estrechas calles por donde se circula.
En mi caso, al principio intenté divisar algo novedoso en ese rutinario trayecto. Cuando me aburrí, encontré un modo de romper la rutina durante esos viajes diarios hacia mi trabajo: empecé a observar a los restantes pasajeros que compartían mi viaje.
El lugar para estas observaciones fue el colectivo de la línea 25 que pasaba a las seis y diez de la mañana por Cervantes y Camarones, en Velez Sarsfield, con destino final a la Boca.
Tras escudriñar el ambiente, reparé que había un grupo de personas que casi siempre compartía el viaje conmigo. Es lógico que así suceda, podría ser que todos nosotros llevásemos adelante una rutina diaria de horarios fijos, del tipo laboral, de estudios o de otros compromisos por el estilo.
Paso seguido, di inicio a un detallado registro de las características de cada uno de aquellos pasajeros que podía clasificar como reiterados.
Como parte del juego, imaginé como serían esas personas y a que se dedicaría cada uno de ellos, basado todo solo por su apariencia.
De ello surgió una pequeña galería de personajes (quizás imaginarios) que a diario captaban mi atención, entre los cuales merecerían citarse los siguientes:
Un viejito de lentes, grandote y prolijo, con un traje elegante de color negro, que mi imaginación había bautizado con el nombre de Don Fulgencio (el personaje de la caricatura de Lino Palacio), era un hombre tal que, a medida que más lo observaba, más parecido lo hallaba al inocente protagonista. Otro de los pasajeros recibió el apodo de “el Lector”; se trataba de un muchacho delgado y de estatura media, de alrededor de veinte años de edad, pecoso y con acné en su rostro, con su cabello pelirrojo y ondulado (un inconfundible colorado), que tenía por costumbre llevar siempre el mismo bolso de mano, con la insignia de PanAm, de donde (ni bien se sentaba) sacaba un libro que, de inmediato, se ponía a leer; era el mecánico intelectual.
No faltaban las damas en el elenco: “la Virgencilla” era una joven vestida como vieja, que se despedía de su madre al pie del estribo del colectivo, como si fueran a separarse por décadas. El chofer del vehículo debía tener paciencia suficiente como para aguardar hasta que finalice la ceremonia.
También estaba otro señor mayor, siempre ataviado de traje y corbata, con quien solía amenizar mi corto viaje con charlas intrascendentes: si ese día hacía frío o calor, o si la humedad ambiente molestaba y otros temas de tal envergadura: el eterno oficinista.
Con él tenía alguna confianza, pues —como sucede a veces— tras intercambiar comentarios a partir de un hecho fortuito, se entabla una especie de compañerismo; creo recordar que la causa de tal relación se debió al percance que sufrió una mujer que había pretendido bajar del vehículo a destiempo, y fue aprisionada por la puerta de descenso del colectivo.
Tenía por costumbre sentarme en la última fila de asientos del colectivo, con preferencia en el lugar ubicado al centro. Buscaba siempre esa ubicación para lograr una mayor comodidad para cuando fuera el momento de descender por la puerta trasera del (siempre atestado de gente) vehículo.
Además, desde esta ubicación podía obtener una mejor perspectiva para observar la conducta de los demás pasajeros.
Resultaba todo un espectáculo: algunos iban dormidos en sus asientos (o lo simulaban, no fuera cosa de ceder su privilegio), otros miraban ávidamente a través de las ventanillas, quizás para no pasarse de largo en la parada que les correspondía; muchos viajaban preocupados por aventajar a los demás si se llegara a desocupar un asiento, lo que daba lugar a un juego de adivinanzas de mi parte; siempre había el que molestaba a todos los demás al acarrear enormes bultos, o carteras, o bolsos de toda naturaleza y tamaño; también estaban presentes los alumnos de colegio industrial que llevaban sus imposibles tableros de dibujo y sus tubos con láminas; nunca faltaba el despistado que pasaba por el medio del pasillo, mientras arrastraba gente, cuando ya no llegaba ni de casualidad a descender donde deseaba; y esas viejitas, que a duras penas se podían trasladar y no obstante acarreaban enormes ramos de flores, y que solían venir en legión para cuando se daba la fecha de Santa Rita y concurrían a esa parroquia. No faltaban las miradas furtivas de muchachos o de chicas hacia alguien que les resultara atractivo (casi nunca me miraba alguna joven).
Como hecho saliente, recuerdo claramente aquel día en que el joven lector se sentó a mi lado y que, tentado por la curiosidad, leí “de ojito” el texto de su libro. Para mi sorpresa el contenido resultó ser de altísimo contenido erótico (o mejor dicho, simplemente pornográfico). Resultó que el ñato aquel era cualquier cosa menos un intelectual.
Ni qué decir cómo me tenté de la risa aquel otro día cuando fue la Virgencilla la que se sentó al lado del pelirrojo lector, quien siguió inmutable y absorto con su rutina diaria.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Aquel barrilete


Con el enorme optimismo que se alimenta en la inocencia, decidí construir mi propio barrilete; quería que trepara a lo más alto del cielo.
Me bastaron unas pocos conocimientos sobre el tema, que obtuve de quienes me rodeaban y que eran -además- la única fuente de información posible.
La falta de recursos hizo que solo empleara aquellos materiales que podía conseguir de manera gratuita, como ser: las cañas huecas para el armazón, que las proveía el espacio público; algunos trapos viejos que teníamos en casa que, cortados en tiras y atados a continuación uno del otro, formaban la cola; las hojas de un periódico, con infinidad de noticias obsoletas; unos cuantos trozos de hilo de algodón que, unidos, daban la certeza de poder construir y elevar el barrilete a alturas considerables.
Llevó bastante tiempo el poder preparar aquella cometa para su vuelo inaugural.
Su buena cuota de esfuerzo estuvo asociada a todo el proceso, desde la obtención de los insumos que lo hiciesen posible, hasta el hecho de conseguir que se elevara a lo alto.
Poco sabía por ese entonces sobre lo que pasaba en esas alturas; de modo que el barrilete perdía altura, aun pese a la fatigosa tarea de remontarlo, ejercida mediante una enérgica entrega de mis brazos; a veces comenzaba a describir círculos, o ir de allí para allá, sin ton ni son.
Irremediablemente, como suele suceder en la mayoría de los casos, quedó enganchado en la copa de un árbol alto y traicionero, donde quedó expuesto como mudo testigo de mi fracaso, para siempre.
No sé por qué, justo ahora que hacía un análisis retrospectivo de mi vida, vino a mi memoria este recuerdo triste.
        

jueves, 15 de noviembre de 2012

Tesoros



¿Cuántos tesoros pasaron frente a mí
y no me di cuenta?
¿Cuántas veces los observé
y no los valoré?

Y ahora, ya pasados los años,
los descubro y veo lo perdido;
pues la experiencia no surge sola
se gana con vida y con tiempo.

Creer que se sabe, sin saber.
Sentir que se entiende, sin entender.
Creer que se vive, sin vivir.
Sentir que se muere, sin morir.

lunes, 12 de noviembre de 2012

El tormento


Desde muy chica abominaba de las tormentas.
Eran aquellos tiempos lejanos, cuando la madre le decía que el estruendo de los truenos arruinaba la nidada de las gallinas y de las demás aves de corral. Eso la ponía de pésimo humor, pues amaba jugar con esas pequeñas criaturas.
El hecho de que una tormenta estival hubiera arruinado su fiesta de cumpleaños número quince, nunca lo había podido superar. Aquella tarde triste, además de arrancar todos los adornos que colgaron en el patio: guirnaldas, banderines, globos y aquel elaborado cartel multicolor, con la palabra mágica "Feliz Cumple Clarita", había impedido la llegada del payo Luis, el muchachito rubio por quien suspiraba en sus sueños; quien, empapado y embarrado, había decidido retornar a su casa, antes que presentarse a la fiesta en ese estado.
Muchos años habían pasado ya, reflexionó Clara, a la vez que su mente prosiguía con el listado de calamidades sufridas por culpa de las lluvias violentas: mojaduras diversas, a causa de no llevar paraguas (o por dejarlo olvidado en cualquier lado), el granizo que más de una vez destruyó cosechas de su padre y que arruinó la camioneta nueva, la crecida del arroyo que siempre los dejaba aislados del pueblo...
Pero lo de esta vez superaba todo lo anterior.
No solo que la terrible tormenta había sido una sumatoria de rayos y viento arrasador (se decía que era un ciclón) que había hecho temer por la voladura de los techos de la casa, tal como había sido la suerte del viejo galpón, sino que por causas del temporal se había cortado la energía eléctrica, los caminos estaban intransitables y la camioneta no funcionaba, debido a que se había arruinado el encendido, según palabras de su hermano Pedro.
Como el arroyo estaba muy crecido, la jardinera que condujo su padre, a duras penas llegó al lugar y solo para constatar la imposibilidad de vadear ese curso de agua.
Quedaron aislados del mundo, incomunicados.
Las baterías de su teléfono celular y las de todos los otros dispositivos, de propiedad de los demás habitantes de la casa, se descargaron en poco tiempo.
No había manera de hablar a través de ellos, ni de enviar un mensaje a nadie.
La radio portátil, pronto se acalló, pues las pilas que la alimentaban estaban a media carga y se agotaron.
Entonces, se había hecho un silencio atroz en esa casa: los jóvenes se habían dado cuenta de que no tenían tema alguno de conversación.
Los padres, en cambio, proseguían con su charla, que trataba los temas de siempre, relacionados con los quehaceres de la finca o con risueñas anécdotas del pasado. 
Mientras esto ocurría, Clarita y sus hermanos menores los miraban con un dejo de aburrimiento. Ya no podían eludir -en modo alguno- esas conversaciones, reiterativas y parcas, para evadirse de la realidad.
Con angustia, observaban sus inútiles dispositivos electrónicos, una amalgama de plástico y metal, que los acompañaban siempre.
Ya llevaban tres días en ese tormento.
Fue entonces cuando Clara decidió arrojar su celular al fondo del aljibe y sumarse a la conversación de sus progenitores. Sus hermanos la imitaron.
    

jueves, 8 de noviembre de 2012

Fauna estival


Los infaltables invitados indeseables a todas nuestras fiestas nocturnas de Navidad y Fin de Año eran los insectos voladores.
Con su presencia plagaban las lamparitas incandescentes, en su baile desordenado, cual nube de electrones en órbitas aleatorias alrededor de su núcleo.
Componían ese ballet desordenado un ejército de cotorritas, pollillas de variados tamaños, cascarudos de todo tipo y los infaltables mosquitos y zancudos. Vale citar que aquellas fuentes de luz nos resultaban insuficientes, mortecinas y que solo servían para atraer a esa gran cantidad de insectos; unos  diminutos seres que se empeñaban en molestarnos con sus vuelos inconvenientes frente a nuestros propios ojos, narices y labios, donde tenían por costumbre posarse.
Encima de todo, había algunos muy agresivos, que picaban nuestra piel.
Ni qué decir acerca de la cantidad de bichos que terminaban sus cortas vidas dentro de un vaso a medio llenar (o vaciar) con cerveza, sidra o algún tipo de brebaje químico denominado como jugo de frutas, de sabor naranja o pomelo. Más de un desprevenido se los bebió de un trago, sin darse cuenta de ello.
En los espacios más retirados de la casa, podía llegar a apoltronarse alguno que otro sapo goloso. Allí se daba un enorme atracón con aquellos bichos que aterrizaban cerca de su presencia. Según mi madre cuenta, pudo ver a uno de estos batracios en esa actitud devoradora. También observó cómo se retiraba a duras penas, sólo para morir más tarde, reventado desde su interior por causa del enjambre de insectos que había engullido.
El pobre perro de la familia se pasaba tales jornadas escondido debajo de las mesas, torturados sus oídos por el incesante estrépito ocasionado por la pirotecnia que, sin el menor cuidado, manipulábamos los más chicos de la casa.
De nada servían los espirales contra los mosquitos, ni la pulverización de insecticida, por medio de la maquinita del "Flit", todos aquellos bichos seguía allí, inmutables.
Esa molesta presencia de insectos creíamos que debería ser una compañía perdurable y típica parte de los festejos de finales de diciembre; nos equivocamos una vez más, hoy están casi desaparecidos.
Lo mismo pasó con los sapos y con las lamparitas incandescentes que alumbraban aquellos patios, en aquellas casas grandes, de familias numerosas.
   

domingo, 4 de noviembre de 2012

La pesada carga de un éxito pretérito

Alcanzar grandes logros durante la juventud puede ser terrible, si tales sucesos no habrán de repetirse luego. Cuanto mayor sea la magnitud del éxito con que se coronaron aquellos emprendimientos, mayor será la carga emotiva que habrá de soportarse, al tratar de repetir tales momentos.
Tanto peor será el tormento si estuviesen obligados a proseguir en esa misma senda por el resto de sus vidas.
Esto explica las incomprendidas acciones tomadas por ciertas personas, quienes luego de encontrar singular trascendencia en algo, desaparecen luego de la escena, para dedicar el resto de sus vidas a otra actividad que, por lo general, nada tiene en común con aquella otra, exitosa, a la que se los asocia por siempre.
Más patéticos se presentan aquellos otros, los que pretenden reeditar de continuo aquellos tiempos irrepetibles, pues caen una y otra vez en una conducta similar, mientras aplican una fórmula que ya no puede lograr aquel objetivo.
Estas conductas se pueden apreciar a diario y en todas las personas: ya sea un anciano que se hace el galán ante una muchacha apetecible, o una veterana que se hace la inocente, cual colegiala crecidita; un político quemado que sigue en la lucha con las mismas imposturas de antaño, que ya nadie cree, un gordito que quiere hacerse el atleta que fue, o el jugador de fútbol que hace siempre esa gambeta; todos ellos son como el berrinche reiterado y ya poco efectivo de un pequeño...
Por ello es tan valiosa la inventiva y la renovación: ayudan a no caer en tales vicios.
Muy diferente es el caso de quienes recuerdan a  aquellas épocas con algo de nostalgia y una serena alegría. Son quienes se han librado de esa carga.