Nuestra ignorancia en
diferentes áreas del saber humano nos abruma. El conocimiento de la existencia
de lo profundamente desconocido, en cambio, nos aterroriza.
Tal es el caso de la
mitología más novedosa y extendida: la que se relaciona con la aparición
frecuente de los objetos voladores no identificados (OVNI), vulgarmente
denominados como platos voladores.
La causa primordial de esta
predilección recurrente en el imaginario colectivo podría tener su fundamento
en nuestra cultura eminentemente tecnológica; que obnubila por completo a la
sociedad actual. No es ajena la inmensa cantidad de libros y artículos de ciencia ficción, como el que ilustra esta entrada.
Esta tendencia a observar
cosas extrañas en el cielo viene desde tiempos remotos, cuando se asociaba todo
a fenómenos religiosos.
Aquí, solo deseo enumerar
una serie de observaciones que resultan cercanas a mí.
La primera vez que observé
algo llamativo en el cielo fue cuando divisé el paso de un avión, o máquina
alargada, a muy alta altura, era plateado por completo y se lo veía diminuto;
lo llamativo era la falta del sonido de sus motores o la estela de vapor
característica; además, la ruta que seguía era transversal a la que solían
trazar a diario todas las restantes aeronaves.
Aquello que más llamó mi
atención fue el hecho de que no avanzaba en línea recta con respecto a su eje
longitudinal, sino que describía un ángulo con respecto a esta. Claro, entonces
no conocía el concepto de deriva, debido al viento.
Poco tiempo después, en
mi casa se comentó el extraño caso vivido por un matrimonio que tenía su
domicilio sobre la calle Calderón de la Barca, entre San Blas y Juan Agustín García.
Según recuerdo, mi madre
escuchó el relato de un vecino en la panadería del barrio, contaba este hombre lo
siguiente: durante la noche anterior (era verano y dormían con la puerta de su
dormitorio abierta, que daba al patio de la vivienda), se despertó de pronto,
para ver aterrorizado como dos personajes extraños (no humanos) andaban por la
pieza; intentó moverse, o despertar a su mujer, pero se sintió paralizado y
sólo pudo ver lo que pasaba. Tras deambular por el interior de la habitación,
estos seres se dirigieron hacia el patio donde ascendieron a un vehículo
pequeñísimo, de formato esferoidal, que se encontraba posado allí (decía que
era del tamaño de un Fiat 600) y partieron de inmediato en un silencioso vuelo
vertical.
En ese preciso momento, según
el relato de este hombre, pudo recobrar la movilidad y el habla; de inmediato
despertó a su esposa y ambos huyeron despavoridos hacia la casa de los padres
de él.
Según mi madre, el hombre
estaba bastante asustado cuando contaba esa experiencia y expresaba que no
quería volver a su casa. En verdad no sabía si creerle o no, pero comentaba que
este hombre tenía unas ojeras impresionantes alrededor de sus ojos.
Quizás todo se tratara de
una broma que este personaje hacía a sus ocasionales interlocutores, o solo se
tratara de un sueño… o le habría caído mal el vino. Fuera lo que fuese, a
partir de entonces, al pasar caminando frente a esa casa yo sentía una gran
aprensión.
Cuando yo contaba con
apenas trece años, durante un viaje nocturno en ómnibus, del Expreso Argentino
hacia Mar de Ajó, la madrugada del dieciséis de enero 1966, quienes iban
conmigo pudieron observar un raro fenómeno: una estrella del firmamento que se
desplazó de manera extraña.
Y este calificativo le
cabe a medida, pues su trayectoria rodeó a la luna llena (que a la sazón se
encontraba ubicada en una posición a poca altura sobre el horizonte, hacia el
oriente) como si describiese una órbita sobre ella. Se desplazó desde la parte
ecuatorial de nuestro satélite natural hacia su parte inferior -si mirásemos la
esfera de un reloj, hubiera pasado de la hora tres a la hora seis-, para luego
descender verticalmente hasta perderse bajo el horizonte, ante la sorpresa de
todos los observadores.
Para ese entonces, todavía
no utilizaba lentes para corregir mi miopía, de modo que no pude ver casi nada
del fenómeno; aunque mi madre, hermanos y primos, que compartieron ese viaje,
lo observaron todo. Aquello que vieron fue motivo de comentarios variados y de
asombro durante largo rato, enmarcados dentro de una atmósfera de curiosidad y de
sorpresa.
Años más tarde, mi madre
me contó que, en un atardecer, en ocasión de estar como acompañante de una
amiga, internada en el Hospital Israelita, al mirar despreocupadamente a través
de la ventana de la habitación, presenció una estrella que brillaba mucho. Con
gran sorpresa vio como, tras permanecer largo rato inmóvil, esa luz comenzó a
descender rápidamente hasta perderse de vista, entre los edificios lindantes. Me dijo que, para su desgracia, su amiga
dormía por efectos de los sedantes y no pudo encontrar a nadie cerca para
participarle de la experiencia. Pasan
cosas raras cuando uno está solo. La razón más probable a tal evento podría ser
que tal luz correspondiera al destello luminoso de los focos delanteros que
poseen los aviones de pasajeros y que la citada aeronave, desde una posición
lejana, se acercara hacia la posición de mi madre, para luego comenzar la
maniobra de aterrizaje.
Si bien nunca le doy
demasiada atención a la observación del cielo, jamás observé fenómeno alguno
que escapara a lo esperable de la naturaleza: relámpagos, rayos, nubes,
estrellas fugaces, algún meteoro de mayor tamaño y color verde fluorescente.
De modo que, salvo el
fenómeno selenita, todo tuvo su explicación racional. Pregunto: ¿alcanza para
concluir en algo este solo hecho?