viernes, 31 de agosto de 2012

La plaza


Esa mañana el sol estaba espléndido, presagiaba un día excepcional.
Mientras iba de paseo por la avenida, se detuvo ­—como era su costumbre— a mirar la vidriera de aquel negocio, uno que poseía un cartel enorme sobre la fachada donde se leía: “Casa de Antigüedades”; aunque, a decir verdad, mejor le cabría el letrero de “Cambalache”.
Notó que ahora, de viejo, le atraía más la contemplación de los objetos antiguos, que asociaba siempre con algún vago recuerdo de su vida cotidiana en el pasado.
Recordó que muy diferente era la motivación que sentía cuando era aún un joven: por aquellos años —en cambio— llamaban su atención todas aquellas cosas que fueran una novedad (o que por lo menos lo fueran para él) pues le hacían imaginar cómo podría ser el futuro.
Le resultaba notorio el hecho de que los jóvenes dirigieran sus pensamientos hacia el futuro, mientras que los ancianos lo hicieran hacia el pasado: el joven imagina, el viejo recuerda.
Absorto en esas cavilaciones se encontró frente a esa plaza, y vio a unos chicos retozar en los juegos que había allí. Un nuevo pensamiento lo tomó por sorpresa.
Notó como el paso del tiempo había cambiado sus hábitos de vestimenta. Meditó sobre aquella costumbre tan suya de querer estar siempre a la moda, ya fuera para no aparecer ante los demás como una persona desactualizada, o como algo peor aún: un viejo.
Por eso miró sus ropas y notó con nostalgia que no eran —ni remotamente— del tipo que solía usar cuando era un pibe; y recordó que por entonces solía utilizar pantalones cortos, aunque bien diferentes a las bermudas colorinches que ahora se calzaba durante el verano. Aquellos pantalones cortos de su niñez estaban confeccionados en tela de gabardina de algodón y poseían un solo bolsillo (del tipo placa) cosido sobre la parte posterior derecha, que era el único lugar donde se podía llevar un pañuelo o la gomera. Aquel pequeño pantalón tampoco utilizaba cinturón, sino que estaba sujeto por un elástico interno que ceñido a su cintura evitaba que la prenda se le cayera. Su vestimenta se completaba por aquel entonces con una camiseta, también de algodón y sin mangas —la famosa musculosa— y unas sandalias “eskipis” de plástico, que —por cierto— eran de lo más antihigiénicas, debido al hedor que producían en sus pies; recordó que él prefería utilizar un par de alpargatas, porque le resultaban más frescas... y más autóctonas.
De pronto, imaginó estar vestido otra vez de aquella manera, y se preguntó: ¿por qué no retozar como los chicos? Se sintió de nuevo como un pibe.
Se dirigió a la primera hamaca que encontró vacía, se sentó en ella, y comenzó a retroceder para tomar envión y así lanzarse a columpiar.
En cuanto se soltó, sintió cómo el viento le daba esa frescura en el rostro. Eso lo hizo sentirse nuevamente como un niño. Tras unos pocas hamacadas, se encaramó sobre el asiento del columpio y comenzó a entusiasmarse con la idea de hamacarse lo más alto posible. Tan alto como para que ese mismo vértigo, que sintiera en su niñez, marcara su único límite.
Ya no le importaba lo que pensaran los demás, al ver a un hombre de su edad comportarse de esa manera.
Fue entonces cuando se percató del cambio: sus pantalones ya no eran los mismos que se había calzado en su casa, sino que se habían convertido en aquellos cortos de gabardina de su niñez y, para mayor asombro, observó que sus piernas ahora correspondían a las de un pibe y no al hombre mayor que él era. Sorprendido, observó también que sus brazos se habían transformado: eran otra vez como aquellos de su niñez, y se preguntó: ¿qué me está pasando?
Se bajó de la hamaca de un salto, casi se da un porrazo, para mirarse detenidamente, desde su nueva baja altura, y se preguntó si esto le estaba pasando en realidad o lo estaba soñando.
Sentía la brisa sobre su piel, el calor del sol, el ruido del tránsito y las voces de los otros chicos, incluso se pellizcó, sólo para comprobar que se hacía daño pues esto le causó dolor de verdad. En realidad, sentía unos deseos enormes de salir corriendo a lo loco, sin ton ni son, hacia cualquier dirección.
Se dijo: bueno, si esto se trata de un sueño, lo mejor será hacer en él todo aquello que deseo; y sin ninguna preocupación comenzó a correr.
Corrió hacia el más alto de los toboganes que tenía la plaza y subió su escalera de metal lo más rápido que pudo. Al llegar a la parte de arriba de esa estructura sintió un poco de vértigo, igual que como le sucedía antes, cuando era un pibe, se sentó sobre la tabla horizontal del tope y se lanzó por el plano inclinado con un gran impulso, para sentir otra vez el mismo placer que sentía cuando era chico.
Ni bien llegó abajo, clavó sus talones en el piso del cuadro con arena y de inmediato salió corriendo para repetir la experiencia, pero esta vez debió esperar su turno, pues entre chillidos de excitación, dos niños lo aventajaban.  
Cuando hubo llegado su turno, se lanzó con más fuerza aún que la primera vez.
Y repitió el juego una, dos, tres, quizás seis veces más.
Luego, le tocó el turno de ir a los juegos del sube y baja. Como había varios niños jugando allí, no le costó nada conseguir que uno de ellos formara la necesaria pareja para este juego.
Sube, baja, sube, baja, sube... y el otro pibe que se queda abajo, sólo para que estallen las risas y comience de inmediato la ansiedad por bajar de esa posición, sólo para entonces hacerle la misma broma al otro niño.
Nuevamente, corrió hacia la hamaca —ahora no le importaba nada si aquello se trataba de un sueño o no— para trepar a ella de un salto e iniciar el columpiado. La expresión de alegría en su rostro le dibujaba una enorme sonrisa, que ya le causaba dolor en sus mejillas.
Ahora iba a columpiarse hasta lo más alto, aún más de que lo que hubiera alcanzado aquella vez Quique, que era el más temerario de toda la barra. Subiría hasta el cielo.
De repente, comenzó a sentir un mareo... todo giraba a su alrededor, la vista se le nublaba, sintió caer en un vacío...
Entonces, escuchó aquellas voces lejanas, que decían:
— ¡Pobre viejo!, morir justo en este lugar, frente a los niños que están jugando.
— Sí; y con una sonrisa en sus labios.
   

miércoles, 29 de agosto de 2012

De aparecidos

Tan antiguas como la humanidad son las creencias místicas y los cuentos fantásticos; en todas las culturas existieron y hoy perviven a través de los mitos.
Se sabe que, en sus albores, los humanos se reunían por la noche alrededor del fuego protector y que en esas reuniones comentaban sus experiencias del día. De ahí a inventar historias no había más que un paso. Y el miedo al peligro que significaba la cercanía de las fieras hizo el resto: comenzaron a inventarse cuentos y leyendas.
En aquellos lugares asociados al ámbito rural, resultan muy frecuentes las leyendas asociadas a los aparecidos, entre ellas las hay del más diverso tipo.
Quizás la más conocida y extendida creencia sea la presencia de la “luz mala”. Se trata de una fuente luminosa, que deambula errática por los campos, casi siempre durante la noche; puede estar inmóvil, a lo lejos, o perseguir al observador; se cree que es un alma en pena. Los escépticos la suelen asociar a la existencia de fósforo —presente en los restos de osamentas de animales— en el polvo del suelo, que se levanta por acción del viento. Sin embargo, a veces, los paisanos refieren que la noche estaba en perfecta calma y las susodichas luces deambulaban erráticamente, a una gran velocidad. Digamos que ninguno de estos testigos obtuvo un doctorado en Física.
En el norte argentino están muy extendidas diversas creencias.  Entre ellas la que más veces escuché es aquella que habla de la aparición del “Enano”; un personaje siniestro que representa a un ser demoníaco, que en la noche se le aparece a las personas que se encuentran solas, generalmente en lugares aislados. Este personaje, de talla reducida y proporciones normales, mediante ademanes, incita a sus víctimas a una pelea. Quien tuviera la osadía de aceptar ese reto -seguramente- perdería la contienda ante este demonio y no sólo sería la pelea lo que ganaría el enano, sino también la vida del infeliz paisano.
Por medio de un compañero de trabajo tuve conocimiento de las acechanzas de “La Viuda”. Se trataría de un terrible y enigmático personaje femenino, que aparece siempre vestido totalmente de negro; también tiene por costumbre maligna eso de aparecerse de noche, siempre a gente solitaria que, por no extrañas circunstancias, se encuentra alejada del poblado y que por lo general viaja en un vehículo (antes se presentaba a los gauchos de a caballo).  En estos casos, se les aparece en el camino solicitando ser transportada y aunque el conductor no detenga su marcha, para que ella suba al vehículo, la pérfida viuda se las ingenia para aparecer sentada en el asiento del acompañante. Así —me comentó este amigo— le sucedió a un compañero suyo del colegio secundario quien, luego de ese encuentro paranormal, se enfermó de algo grave y raro, una dolencia que posteriormente lo mató.
La “Salamanca” es muy mencionada también. En este caso se trata de un mito que refiere a supuestas reuniones nocturnas que realizan las brujas (en un aquelarre), para realizar un culto a Satanás y cometer actos de brujería y magia negra. Algunos me dijeron que por las noches se reunían en cuevas al pie de las sierras del Ancasti —en el valle de Catamarca— y que se llegaban a escuchar las risas y los gritos de las hechiceras.
Alguna vez me anoticiaron de los gnomos que robaban niños pequeños, que quedaban solos y desprotegidos. Los pequeños nunca más aparecían, pues eran llevados hacia los misteriosos mundos donde moraban esas criaturas. Hoy esa tarea la realizan los depravados sexuales (quizás como lo hicieron siempre).
En los latifundios existentes en las provincias del norte, es muy popular la creencia del “Familiar”. Un personaje siniestro que suele aparecer por la noche y llevarse algún peón rural.
La descripción del personaje daba la pista de que se trataría de un matón a sueldo, pagado por el terrateniente de la zona, más que a un ser extraordinario. Me baso en que así me lo refirieron: vestía de negro, con sombrero al tono y de ala ancha, venía montado en un caballo azabache, era rubio, de ojos celestes. Obviamente, los peones victimados eran gente de tez oscura y cabellos negros, que por lo general eran medio díscolos, o habían hecho algo mal en los ingenios donde trabajaban.
En estos casos, la gente comenta que el patrón ha hecho pacto con el diablo y que debe entregar como ofrenda, a algún peón cada tanto. Otros mencionan que el citado demonio vive escondido en la estancia, transformado en una víbora descomunal, que devora a los peones raptados.
Me consta que, de tener que pasar al lado de los cementerios y de noche, nadie quiere hablar.
Todo aquel que haya tenido oportunidad de encontrarse solo por las noches, por razones de trabajo o viaje y por lugares aislados, sabrá entender lo que se siente en esos momentos. Generalmente, uno va distraído, o bien concentrado en su trabajo, o en pensamientos sobre lo que está haciendo; hasta que, de pronto y sin previo aviso, toma conciencia de su soledad. En ese momento le atacará una sensación de desamparo, quizás miedo a que le pase algo y, en ese momento, es que empieza a ver sombras que se mueven y bultos que se menean.
A todos nos habrá pasado alguna vez.
¡Felices sueños!
    

miércoles, 22 de agosto de 2012

Ancianos

Está definido que a los sesenta años uno se vuelve anciano. Pareciera que tal fenómeno inicia en el preciso instante de soplar las velas de la torta de cumpleaños. Por cuanto estoy a poco más de tres meses de ese momento, me propuse efectuar una reflexión al respecto.
Con el paso de los años y la acumulación de experiencias, una persona pierde -poco a poco- sus motivaciones.
Por ende, empieza a adoptar una conducta perniciosa: se aísla de los hechos cotidianos. Siente que ya no es necesario esforzarse en llevar adelante ciertas causas, que considera perdidas de antemano y gastar, en ese intento vano, los últimos tiempos de su vida.
Algunos otros se resisten a ello: niegan la visible realidad y adoptan variadas conductas, no exentas de ser patéticas.
Pueden caer en una simulación de conductas juveniles; una artimaña que sólo les engaña a ellos mismos; o bien pueden asumir un total rechazo a los cambios que operaron en ellos y en su entorno; en estos casos, pretenden vivir en su mundo pasado y reniegan de la actualidad, que no comprenden y -por ello- odian.
Como consecuencia de ese aislamiento, pierden parte de su sentido de la realidad y del contexto. No es raro entonces que, con total naturalidad, realicen acciones impropias para los sitios donde se hallan, o frente a las personas que los rodean.
La comunicación con sus semejantes también sufre un notorio deterioro: tiende a tornarse más dificultosa. Con asiduidad un anciano cae en el vicio de contar anécdotas (reiteradas siempre) y efectúa ensayos de reflexiones, en voz alta, que están bien lejos de motivar a los demás para que le presten atención; en gran parte, esto tiene lugar porque esos temas no se encuadran dentro de aquellos que son del interés de sus interlocutores.
Esto pudiera tener su origen en las diferentes visiones presentes en el anciano y en los demás; aunque también pudiera ser que el mensaje exceda el poder de compresión de los oyentes: de ser así, indicaría que ellos aún transitaran por caminos de inmadurez, esos senderos primigenios donde aún se cree en falsos principios de conducta; también podría darse el caso de que se encontrasen inmersos en la superficialidad y el consumismo. No les interesará -entonces- aprender de la experiencia.
Como resultado, el anciano queda pedaleando en vacío; como si condujese una bicicleta imaginaria, a la que se le rompió la cadena de transmisión.
Cuando esto acaece, en ambos actores se genera un sentimiento de mutua compasión hacia el otro.
Hay también aquellos que aciertan con la conducta apropiada, aprovechan la disponibilidad de tiempo y aprenden de su nueva condición, descubren un mundo diferente. Para ellos, cada día es una fiesta.
      

martes, 21 de agosto de 2012

El protegido

I
El excesivo cuidado de sus padres hacia él lo perjudicó. Ese temor enfermizo de que a su pequeño le pudiera suceder algo malo generó un mundo de ilusión alrededor de Antonio Pedro Pazzettino.
Durante la crianza del bebé no escatimaron esfuerzos en prevenir accidentes que pudiesen causarle el menor daño o magulladura al pequeño, al que aplicaron una disciplina cuasi militar para su conducta. El hecho de que los Pazzetino fuesen una familia de posición económica acomodada, a la que le agregaban el respaldo de una supuesta ascendencia noble, en el norte piamontés, les inducía a simular un señorío y una prestancia de clase superior que era completamente falaz.
La servidumbre de esa casa prefería que -por un descuido- se les rompiese un jarrón de Limoges antes de que el niño sufriera la raspadura de sus rodillas por una caída, o se lastimase los dedos por intentar algún trabajo manual; una acción que más que ser peligrosa, tenía para esa familia el sino despreciable de tratarse de una actividad propia de la gente de las clases inferiores.
Los amiguitos de Tonito (así lo llamaban con cariño sus progenitores) solían visitar el palacete, para compartir juegos de mesa u otros apocados entretenimientos con el pequeño anfitrión. Sólo en contadas ocasiones al pequeño le era permitido ir de visita a la casa de alguno de estos niños, que pertenecían a familias tan o más ricas que la suya. Lo hacía siempre con la compañía y control del ama, doña Magdalena, una mujer italiana de mediana edad, muy responsable y culta, bien aleccionada por los padres del pequeño.
Además de asistir a la escuela más exclusiva, al chico le esperaban interminables jornadas, programadas por sus padres, donde abundaban las clases de idiomas (inglés e italiano), de piano, de dibujo y demás artes plásticas, de lectura de los clásicos y de recitado.
Afortunadamente para el pequeño Tonito, le quedaban libres unos pocos minutos por día, que dedicaba para jugar con sus rompecabezas y demás entretenimientos de salón.
Jamás accedieron esos padres a comprarle el caballo petizo que tanto deseaba. El solo pensar en las probables consecuencias de una caída desde la montura aterrorizaba a esa pareja. Se tuvo que arreglar con un caballito basculante, de madera.
Pero, Tonito era bastante ladino.
Nunca dejó de hacer travesuras, para pesadilla de la servidumbre de la casa y de Magdalena. La palabra miedo carecía de significado para él, acostumbrado a que nada malo le podría suceder.

II
Con el paso del tiempo, aquel niño de ayer se transformó en un adolescente que, motivado por la curiosidad, quiso conocer algo más del mundo, al que imaginaba como un paraíso que estaba a su disposición.
Las cosas malas que les pasaban a los demás no eran cosa de su incumbencia, se trataba de cuestiones de otros; de aquellos desdichados que quién sabe dónde vivirían y qué habrían hecho para merecer tales castigos; gente que, por tales razones, padecían las amenazas constantes de hombres malos. No era su mundo.
Pero, un día, Tonito se escapó de aquella jaula de oro donde había sido criado.
Fue una tarde primaveral, mientras paseaba por el antiguo Rosedal de Palermo, el muchachito se alejó de la vista de su ama, y fue al encuentro de un grupo de jóvenes que -como él- disfrutaban de esos primeros días de temperatura agradable. Entre esas personas estaba María de las Mercedes, una joven de una edad equivalente, con la que comenzó a conversar con entusiasmo.
Esta chica, también educada en el seno de un hogar de ascendencia tradicional, no lo conocía, ni a su familia; pero eso no resultó impedimento para que se comunicara con él. Por supuesto que en medio del grupo de sus amistades y a una distancia apreciable.
La joven había viajado junto a su familia por diversas ciudades de Europa, de modo que le contó sus experiencias a Tonito, quien se entusiasmó sobremanera por los relatos y por la muchachita: hasta entonces no había conocido a nadie que exhibiera tal dominio de la geografía, ni que hubiese viajado tanto.
De más está decir que María de las Mercedes refería de un modo grandilocuente aquellas nimiedades e intrascendencias que cualquier viaje, que se precie, ofrece al turista.
La imagen del mundo que Tonito se formó a partir de los dichos de esa chica se ampliaba en tamaño, pero no en diversidad.
Marimé (así la llamaban sus amigos) pasó a ser una de las integrantes del grupo de amistades del muchacho. De ella se enamoró y con ella experimentó el dar su primer beso.

III
Aquella mañana a Tonito lo despertó uno de los criados.
Con el rostro demudado le indicó que debía levantarse inmediatamente de la cama e ir a hacer compañía a la madre, que se encontraba en la sala de la mansión.
Hacia allí se dirigió presuroso el muchacho; al abrir las puertas de la estancia halló a su madre, sentada en el sillón más grande, rodeada por toda la servidumbre (entre la que se encontraba Magdalena, que le sostenía una mano); todos estaban en silencio, sus rostros mostraban una expresión triste y sus ojos enrojecidos presagiaban la mala noticia.
Su padre se había suicidado.
La causa de tal terrible determinación había sido la bancarrota de sus finanzas.
El futuro se presentaba incierto para la familia.

IV
Rápidamente se sobrepuso al llanto nuestro joven.
En pocos minutos ya estaba convencido de que él podría llevar adelante la empresa de salvar a su familia de la ruina; al fin y al cabo, las oportunidades sobraban para la gente como ellos.
No estaba tan errado: las amistades de su familia le brindaron oportunidades magníficas para su desarrollo personal; pero, Antonio Pedro carecía de la más mínima aptitud para esos puestos. Por fortuna, antes de que tuviesen que tomar para con él la incómoda decisión de despedirlo, el joven se les adelantaba con su renuncia, en la creencia de que ese trabajo no estaba a su altura. Mediante esta metodología desperdició, una tras otra, todas las posibilidades de progreso asociadas a empleos honestos, dignos y altamente remunerados.
Esto llevó a tener que desprenderse, poco a poco, de las pertenencias que atesoraba la familia y que se habían salvado de ser rematadas o interdictas para cubrir las deudas de su padre.
También se desprendió de él Marimé, quien encontró consuelo en Aldito Reyes Gandulio, un joven de excelente posición económica; para desgracia de Tonito, a la sazón, convertido en un nuevo pobre.
Esto llevó al joven a un profundo replanteo de su vida. Decidió que debía arreglárselas como sea, con tal de alcanzar ese lugar de privilegio que le correspondía. Decidió que lo mejor sería que diese excelentes servicios a sus relaciones y amistades.
Y vaya si cumplió, su esfuerzo por hacerse de fortuna alcanzó a verse cristalizado; su actual capital es aun mayor al de su progenitor. No hubo ningún límite ético, ni moral que se lo impidiera.
Hoy es Senador de la Nación.
   

sábado, 18 de agosto de 2012

De visita

De pequeño, mis mayores me llevaban consigo a sus salidas de visita.
Aquellas casas -sin excepción- se encontraban brillantes y pulcras, resultado del aviso de nuestra presencia...
Al entrar en ellas, como a cualquier niño, aquel ambiente llamaba mi curiosidad. Lo primero en que fijaba mi atención era la presencia de aquellos rostros extraños, presentes en los retratos familiares. ¿Quiénes serían esos individuos?
Otra particularidad notoria en aquellas viviendas, eran los aromas que se escondían dentro de ellas; podía olerse a flores, o a tabaco, o a tuco, o también a los típicos productos de limpieza: la acaroina, el Espadol, o la lavandina.
Cada casa exponía sus combinaciones propias de adornos.
Podían observarse los más diversos tipos de enseres, desde jarrones baratos hasta cuadros de pésimo gusto. Entre estos últimos, se destacaban las reproducciones de payasos tristes y del niño llorón.
Algunos platos de porcelana colgaban en las paredes, mientras que artesanías -hechas como tarea escolar por los niños de la casa- pululaban por los recovecos.
Abundaban las fotografías, diminutas o de gran tamaño, en porta retratos de diverso calibre. En ellas aparecían niños ataviados con disfraces, o familiares, fallecidos hace ya -quien sabe cuántos- años, impávidos, en una toma de estudio.
Estatuillas de cristal o fruteras de loza o de vidrio prensado engalanaban algunos aparadores bajos. Nunca faltaba la presencia de algún reloj de pared, que podía tratarse tanto de un cu-cú, como algún otro modelo a péndulo, a cuerda, o eléctrico.
En algún rincón descansaba algún enorme muñeco de paño lenci. Mientras que las repisas adosadas sobre las paredes albergaban muñecas pequeñas, algún juguete viejo de los hijos de cuando fueron niños, o esculturas de porcelana. En algunos casos, poseían una mesa ratona, con una tapa de vidrio con un paisaje pintado, que escondía bajo de sí una caja musical.
El mobiliario daba idea de la evolución económica de los habitantes. Se podía ver por la calidad de los mismos y -por su antigüedad- cómo había sido el devenir de la fortuna en esa gente.
Las más de las veces se podía observar algún mueble antiguo y de gran valor que convivía en una habitación con otro mobiliario mucho más económico; aunque este último resultara mucho más moderno. Tal situación era signo inequívoco de pasados tiempos mejores.
Por el contrario, otros hogares mostraban el caso inverso: un mobiliario y adornos nuevos de alto costo, aunque muchas veces fueran de un pésimo gusto, junto a muebles viejos y baratos.
Aquellas casas laberínticas, construidas en etapas salteadas, exhibían una completa colección de estilos mobiliarios y decorativos.
No podría ser de otra manera, la Argentina nunca fue un país que permitió a los trabajadores efectuar una re-decoración integral de sus viviendas.

jueves, 16 de agosto de 2012

Velada de box


No hay pueblo del interior del país, que se precie de su importancia zonal, que no haya organizado algún festival de boxeo.
De mi presencia en algunas reuniones de este tipo pude percatarme de ciertas particularidades de tales espectáculos.
Ya que la mayoría de las veces se organizan bailes, o bien sorteos, con fines de beneficencia, estas reuniones de boxeo constituyen un  hecho social excepcional.
Para estas ocasiones se suele buscar un lugar adecuado, que permita tanto una gran concurrencia de público como un bajo número de “colados”. Para ello, se elige algún galpón o estadio cubierto, que permita tanto controlar apropiadamente el ingreso de los espectadores a la velada como impedir que las alternativas del festival puedan verse desde el exterior.
En consonancia con el bajo presupuesto disponible, los púgiles que dan vida a estos festivales son ignotos y de poca monta; la mayoría de ellos apenas podrían calificarse como meros aficionados a ese rudo deporte, más que buenos boxeadores.
Casi siempre, para dar prestigio al festival, se anuncia una exhibición a cargo de algún boxeador medianamente conocido, que alguna vez peleó por algún título, aunque más no fuera, de nivel provincial, si hubiera perdido tal combate no cambiaría nada.
En primer término, la gente que asiste a estos festivales se entretiene en los momentos previos a los combates pasando revista al resto de la concurrencia. Y ya que la mayoría de ella consiste en otros vecinos, conocidos entre sí, se pasan el tiempo en un interminable intercambio de saludos entre ellos, mas que interesándose por el espectáculo de boxeo en sí.
Las peleas resultan bastante pobres ya que muy raramente se forma un par de boxeadores que den un buen espectáculo. La mayoría de los combates no resultan una justa pareja, ya que de entrada nomás el público (incluso hasta un desprevenido como yo) puede saber quien será el ganador. Así que, más rápido de lo debido, se ven unas zambullidas al piso, que absolutamente nadie de los presentes cree y que convocan más a la risa que a la preocupación por el estado de salud del púgil abatido.
El espectáculo dado por la figura central —me refiero a la que da prestigio a la exhibición— no pasa de un par de asaltos, donde tanto él como su contrincante de ocasión se marcan los golpes, sin asestar ninguno con potencia.
De hecho, pese a que se trate solo una exhibición y así se lo indique en la publicidad previa, la gente concurre entusiasmada, creyendo que quizás se trate de un combate en serio.
Invariablemente, al finalizar el festival y despejarse el cuadrilátero, suben a él los chicos. Entre ellos, los inevitables colados de siempre a estos espectáculos, donde no falta nunca el "Piojimil” del pueblo.
Entonces comenzaba un nuevo espectáculo: estos niños se dedicarán tanto a corretear, zambullirse sobre la lona, tirar del encordado, como a simular combates entre ellos, ya fueran de lucha o de boxeo, los que rápidamente subirán en intensidad y virulencia.
En una oportunidad me tocó ver como estos pobres niños se peleaban entre sí, incluso con más ahínco y vehemencia que alguno de los púgiles que habían desfilado durante la velada. A tal punto llegó la furia de estas escaramuzas que —ante los reclamos airados de algunos de los presentes— debió subir una persona mayor para separarlos.
Obviamente, esta situación solo puso en evidencia lo nocivo que resulta para la mente de los niños, el hecho de presenciar actos violentos.

martes, 14 de agosto de 2012

El desagravio

Quiero dejar constancia de mi más grande repudio a esta injusticia, a la vez hago público el desagravio hacia la figura del doctor Pedro Rodríguez Munro, aquí presente.
Los que tenemos la dicha (y el honor) de conocerlo en persona y apreciar sus dotes de hombre instruido, respetuoso y formal, estamos a su lado y en contra de esos canallas, que lo menosprecian y le hacen daño.
Puedo confiarles a todos, que he tenido la suerte de haber estado por horas enteras con mis oídos llenos de verdades, mientras escuchaba citas y razonamientos que emanaban de la boca de este excelso profesional.
Sabedores de su inalterable seriedad, que no cae en vergonzosas risotadas, propias de los menos cultivados, sabemos apreciar su alegría por el tenue brillo presente en sus ojos ante una situación de fino humor, jamás agresiva; pues las vulgaridades le hacen enmarcar una ceja, en su rostro adusto.
Estamos seguros de que a ellos les molesta sobremanera que él ponga en evidencia sus faltas de sentido de la responsabilidad y del cumplimiento de la palabra empeñada: el doctor Pedro Rodríguez Munro jamás llegó tarde a una reunión; tampoco interrumpió a orador alguno, para hacer ver su opinión, siempre acertada y atendible.
Su capacidad de oratoria es conocida por todos. Es proverbial la profundidad de su pensamiento. Por ello es que denuncio a esos bárbaros, que se burlan sin consideración, del problema de frenillo lingual que padece el insigne doctor Pedro Rodríguez Munro.
Sus trabajos para los congresos, desde siempre han sido entregados sin tacha ni error y en fecha temprana, para facilitar su impresión. Estoy seguro de que fueron efectuados en largas noches de vigilia.
Tampoco aprobamos esas risas (casi imperceptibles) de sus educandos universitarios, cuando las gafas de aumento se le empañan y no puede leer con propiedad un texto.
A esas señoras vulgares, que cuchichean obscenidades sobre la ingrata, les digo que el doctor ha ganado en respeto y en libertad. Para qué tanta belleza corporal, si dentro de aquel corazón se anidaba la traición y el desagradecimiento. Aunque el jardín de su casa se vea ahora descuidado, al no tener un jardinero, sé muy bien que su corazón no sufre de angustias.
Quiero referirme ahora a esos jóvenes descarriados y maleducados que le hacen objeto de pullas, imprecaciones y denuestos, asociados a esa situación particular; les digo que: dan lástima, ya que nunca alcanzarán las cimas del conocimiento de nuestro admirado doctor Pedro Rodríguez Munro.
Someto al escarnio a los proveedores donde debe hacer sus compras el doctor; ya no le respetan como corresponde; se aprovechan de su situación solitaria y le venden productos en mal estado, o le cobran sumas exorbitantes por sus servicios o mercaderías.
Denuncio, también, a esos pretendidos discípulos y colegas, ladrones de guante blanco, que han robado sistemáticamente sus ideas magistrales, para publicarlas como propias; a sabiendas de que el doctor jamás se prestaría al escándalo de una denuncia. No es propio de él caer en esas bajezas.
A quienes lo tildan de retrógrado, por emplear el antiguo instrumental del Instituto, en lugar de las nuevas y costosas tecnologías, tan en boga hoy, les respondo con una verdad irrefutable: el enorme ahorro presupuestario que tal conducta conlleva.
Pero, lo más indignante e importante de todo, eso que hace que nos juntemos aquí todos nosotros -sus colegas-, es denunciar la infame manera en que han despedido del Instituto al doctor Pedro Rodríguez Munro.
Todos lo conocemos desde que ingresamos a este altar de la sabiduría y sabemos de sus aportes al desarrollo de los mayores logros alcanzados en los últimos años. Por todo ello, le decimos que no al plan de racionalización, que dio por tierra con una carrera de décadas, de un profesional idóneo e impoluto. Y que pretende generalizarse.
Al ver las lágrimas correr en su rostro, estoy seguro de saber interpretar su agradecimiento.
        

sábado, 11 de agosto de 2012

Desesperado

A Casimiro Camarotta le gustan las mujeres. Claro, es un muchacho con gustos tradicionales, hoy considerados como aburridos, o un poco antiguos. Entiende que lo mejor que hay sobre la faz de la Tierra son las damas; por ello, todas ellas le quitan el sueño.
Desde muy temprana edad, cuando ya despuntaba su adolescencia, tenía esa idea fija: conquistar no solo a una, sino a todas las mujeres posibles. Lo pregonaba a viva voz ante todos sus amigos. Y a ese fin dedicó su vida por entero. 
Se preguntarán: ¿y qué tiene de extraño esta historia?; lo llamativo del caso reside en que, pese a sus mejores esfuerzos, Casimiro estaba invicto.
Durante su adolescencia, la presencia de granos en su cara, o los sarpullidos frecuentes (por culpa de sus alergias), repelían hasta a las adolescentes más desesperadas que, en pleno furor del despertar hormonal, se entregaban a todos, menos a él.
El simple hecho de recibir un beso sobre sus labios, hubiera sido considerado por él como un triunfo maravilloso y lo hubiese llenado de dicha. Pero, ni siquiera llegaba a eso...
Digamos que su pertinaz tartamudez no lo ayudaba, mucho menos el estrabismo convergente, que si bien le multiplicaba la visión de sus deseadas muchachas, las espantaba sin remedio. En especial, cuando se plantaba ante dos muchachas, que no podían saber a cuál de ellas se dirigía.
Ya en esa época, adornaba las paredes de su cuarto con ilustraciones de su amor imposible: Marilyn Monroe, en una decoración pintoresca que se completaba con fotografías de otras mujeres bellísimas, al natural.
Con el paso del tiempo, su desesperación iba en aumento, en progresión geométrica.
Ya se empezó a animar no solamente con las muchachas más agraciadas, sino con cualquier acomplejada que anduviera por sus cercanías. Incluso, por ese entonces, lo echaron de su empleo debido a sus avances descarados hacia todas sus compañeras.
Un fonoaudiólogo le ayudó con su tartamudez: al menos logró que pudiera pronunciar su nombre de un solo tirón.
Las vecinas no solo le negaban el saludo, sino que le daban vuelta la cara, cada vez que se cruzaban con Casimiro en los pasillos o en el ascensor del edificio de departamentos donde vivían.
De poca ayuda le resultó el empleo de lentes ahumados, o las sucesivas intervenciones quirúrgicas en su nariz, más las prótesis dentales que se hizo para eliminar sus dientes de roedor. No conseguía que ninguna reparase en su presencia. Hasta las rameras se excusaban de estar con él. Se le notaba mucho su entusiasmo.
Casimiro comenzó a usar cremas para mejorar la piel de su rostro, compró pantalones anchos, para que disimularan sus proverbiales piernas chuecas, se echaba encima perfumes importados para que ocultasen su catinga y se aplicaba constantemente el espray bucal contra la halitosis.
Ya no podía ni dormir; le tiraba lances a las viejas, a las embarazadas, a las recién casadas, ¿a los maniquíes?
Estaba fuera de sí por completo.
Entonces, por fortuna, conoció a Susan y todo cambió, es lo más parecido a lo que él buscó siempre.
      

jueves, 9 de agosto de 2012

El billete

Facsímil de billete de cien pesos
Aquella tarde habíamos decidido almorzar en la cantina barrial, situada en la esquina de la avenida y nuestra calle. Allí fuimos y nos acomodamos en una par de mesas sobre la ventana que daba a nuestra calle, casi al fondo del local. Lugar donde se hallaba un numeroso grupo de amigos, doce en total, que al haber juntado varias mesas individuales, habían formado una más larga.
Mientras mi esposa e hija se pidieron una parillada con papas fritas, yo tuve que conformarme con elegir un simple plato de fideos anchos, al fileto.
Durante nuestra espera, matizada con conversaciones del momento, puse mi atención en lo que sucedía en aquella mesa. Allí estaban ellos, hombres en exclusividad, de seguro compañeros de trabajo en alguna empresa de la vecindad, que se habían reunido a festejar algo.
Ya estaban a la espera de que les llevasen el postre. Entre ellos reinaba un ambiente festivo notorio: se efectuaban chanzas, alguna risotada matizaba el ambiente; todos sonrientes, o bien a las carcajadas. Las edades de aquellos comensales variaban, desde alguno muy joven hasta otro más grande, un anciano septuagenario. Abundaban los vientres generosos, acostumbrados a comer mucho y -quizás- bien.
Se escuchaban unos amables: que "pasame la botella de vino", que "te alcanzo una copa". Así estaban.
Yo aun esperaba mi plato cuando la camarera, una muchacha retacona y algo morruda (aunque bonita), se dirigió hasta esa mesa con una bandeja, repleta de postres. Les comenté a mi familia el tamaño de las copas de helado, que formaban una torre inmensa y variada. Soñamos con pedir una igual.
Enseguida nos trajeron lo solicitado y nos dispusimos a comer. La mesa vecina daba cuenta de esos postres magníficos; al punto que esas torres de helado necesitaron ser compartidas para que se llegara a su fin. Estaban en ello cuando la camarera se acercó con otra bandeja, con doce copas y una botella de champaña: era la hora del brindis.
 Yo observaba de reojo tal espectáculo, mientras comía lentamente mis magros fideos.
Tomó la palabra aquel que parecía el que más histrionismo poseía. Le dedicó una palabras a uno canoso y gordito, que se hallaba en una de las cabeceras; con emocionadas frases, que no pude descifrar. Luego, brindaron todos con sus copas en alto y tras ello, aplaudieron al homenajeado, que también fue vivado.
No negaré que me trajeron a la memoria aquellas veces en que estuve en comilonas similares...
Apareció de nuevo la muchacha, con la cuenta sobre el gasto efectuado.
"Son cuarenta por cabeza", espetó el histrión. Y comenzó a juntar el dinero. "No vos, Fulano (dirigiéndose al gordito canoso) no ponés nada, pagamos nosotros". Todos asintieron y reforzaron esa afirmación con frases similares. Y así juntó la plata de la consumición, que incluía la propina. Vino la chica, tomó el dinero y se fue.
Yo seguía con mi mente puesta en el recuerdo de tiempos idos, con compañeros olvidados, en reuniones ignotas, pero divertidas.
Entonces, observo que vuelve la camarera; traía un billete en su mano derecha, elevada a la altura de su hombro, portaba cien pesos:
"Este billete es falso", dijo. Estupor.
Mis fideos comenzaron a ser engullidos en cámara lenta y sin ser vistos siquiera.
"¿Cómo?", "¿qué?", "¡no puede ser!", "¡eh!", se escuchó decir, entre las sorprendidas voces de los comensales. El histriónico se puso serio de inmediato, en tanto revisaba el billete (se puso otra vez sus lentes), que con premura pasó de mano en mano. La muchacha se había ido.
"Pero, ¿cómo pudo pasar esto?", decía alguno. Otros seguían mudos, como Charles Chaplin.
"Yo pagué con cambio", se apresuró alguno a aclarar. "Y a mí me pagó Mengano", decía otro; cada cual esbozaba una excusa: "¿te acordás que te di dos billetes de veinte?", "y mi billete era nuevo, no como ése", se excusaba un cuarto.
Tras un silencio, que pareció una eternidad, uno de entre ellos, dijo lo temido: "tenemos que poner nueve pesos más cada uno". Y así hicieron, sin entusiasmo, con el cuidado -que es de imaginar- en la conformación de cada uno de los vueltos y el análisis minucioso de los billetes de baja denominación que se daban y recibían...
Uno de ellos fue a darle lo recaudado a la muchacha. Otro hacía trizas al billete falso.
Mientras esto sucedía, mi señora me hablaba y recriminaba que no le prestaba atención, yo seguía absorto los hechos insólitos de la mesa vecina. No tuve más remedio que comentarles lo que pasaba: ambas giraron el cuello cual lechuza.
Era digno de ver: ahora se lanzaban indirectas entre ellos, acusándose por la picardía de ese indigno, al que más de uno aludía, pero nadie identificaba. Ya me costaba disimular una sonrisa ante ese improvisado grotesco criollo.
El histrión se hacía la víctima, pues lo había hecho de buena fe. Todos ya tenían un sospechoso diferente a mano. Aquel brindis y la profusión de risas, de solo unos minutos atrás, parecían ocurridos en el siglo anterior; de sonrisas, ni hablar. Ahora dominaban la escena unas miradas torvas.
Así se quedaron un buen rato, mientras mascullaban su rabia y alimentaban su sospecha, hasta que de a dos o tres se iban de allí. "Yo no vengo más a una reunión de éstas", "ya me imagino quién fue el que lo hizo", "ahora todos piensan que porque junté el dinero, yo puse el billete", "siempre hace lo mismo" (fue la más extraña entre todas), eran frases que se dejaban oír, al pasar al lado mío los frustrados comensales.
Me imagino que, más de uno -de entre ellos- debió tomar sales efervescentes para contrarrestar la indigestión...